22 diciembre 2010

Los adoradores de burros.


Un hombre era el respetado custodio de un santuario muy venerado que guardaba las cenizas de un antiguo santo. 
Un día, su hijo decidió recorrer con su burro el mundo en peregrinaje visitando otros  lugares sagrados. Al cabo de unos años, el animal ya envejecido, enfermó y murió. El joven se entristeció,  ya que había sido su único compañero durante largas jornadas. Así, decidió enterrarlo bajo un humilde túmulo que él mismo construyó con piedras. A la vez, consideró que su viaje había concluído y que llegaba el momento de regresar a su casa, pero antes vio conveniente descansar en aquel lugar durante algún tiempo.
De este modo, los que pasaban por allí, veían a aquel peregrino en silencio junto a aquella tumba, y concluyeron que sin duda allí estaba enterrado algún santo anónimo, y no un santo cualquiera, sino alguien en verdad excepcional, pues su discípulo no se movía de aquel lugar ya lloviera o nevara. La voz se extendió por la comarca, y al poco aparecieron gentes con flores y ofrendas que dejaban con devoción sobre la tumba del burro. No pasaron muchas semanas antes de que alguien propusiera construir un santuario conmemorativo donde los fieles pudieran elevar plegarias a tan ilustre santo. Nuestro joven, asombrado por la extraña conducta de los lugareños, emprendió el viaje de vuelta a casa.
Cuando se reencontró con su padre, le narró lo acontecido con la tumba de su burro. El padre, al oir lo sucedido, guardó silencio unos instantes.
-Hijo mío- habló por fin, -he de confesarte algo. Debes saber que este santuario donde te criaste, por una sucesión de acontecimientos parecidos a los que me has contado, fue erigido sobre la tumba de mi burro hace ya más de treinta años.


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