Había una vez un Rey que gobernaba sobre extensos territorios y sobre muchos pueblos. A pesar de todo su poder el Rey tenía un grave problema: su hijo mayor, el Príncipe heredero, llevaba meses triste y abatido, y se pasaba los días encerrado en sus aposentos, rechazando la compañía de otros nobles y evitando las alegres diversiones de la corte.
Muchos médicos de renombre le habían examinado, sin lograr descubrir el origen de su profunda depresión. Los tratamientos recetados tampoco habían dado el resultado deseado.
Fué cuando el Principe comenzó a negarse a ingerir alimentos, que el Rey se preocupó seriamente. Ordenó entonces que todos los sabios, eruditos, maestros y médicos del reino se presentasen de inmediato en la corte para deliberar y encontrar una cura a la tristeza del joven Príncipe. Llegaron de los cuatro puntos cardinales y durante una semana, de día y de noche, se reunieron en apasionado conciliábulo, intentando responder a lo que el rey les exigía. Finalmente, se presentaron ante el trono, con los ojos enrojecidos por las largas deliberaciones.
Sigue a la vuelta.
-¿A qué conclusión habeis llegado?- preguntó ansioso el Rey.-Su majestad- dijo haciendo una profunda reverencia aquel que parecía ser el sabio mas anciano- hemos concluido que sólo hay un tratamiento para la enfermedad que aqueja al Príncipe.
-¿Y cuál es ese?.
-Que mandeís buscar por todo vuestro reino un hombre que sea verdaderamente feliz, y que vistaís con la camisa de ese hombre a vuestro hijo.
El monarca que confiaba mucho en todos los sabios, eruditos, maestros y médicos, ordenó distribuir un edicto por cada ciudad, aldea y campo, donde se ordenaba a todo aquel que fuese completamente feliz presentarse de inmediato en la corte.
Al día siguiente apareció un sacerdote de un pequeño pueblo.
-¿Es usted feliz?- le interrogó el Rey.
-¡Oh sí su majestad!- le respondió el cura -Completa y absolutamente feliz.
-Entonces, ¿le gustaría ser nombrado Obispo Mayor de mi corte?- le ofreció el Rey.
-¡Oh sí su esplendorosa gracia!. ¡Me encantaría!.
-¡Echen de inmediato a este farsante de mi vista!- bramó el Rey- antes de que lo mande decapitar. -Un hombre verdaderamente feliz, lo es tal como es, y no necesita ningún cargo.
Un día después se presentó en palacio un extranjero. Sonreía de oreja a oreja.
-¡Soy un hombre feliz!- aseveró mientras no paraba de reir.
El Rey sospechando algo extraño dada la tremenda felicidad del individuo, hizo que le registrasen, y en sus alforjas le fueron encontradas grandes cantidades de el polvo blanco de la felicidad, rara sustancia proveniente de lejanas florestas, que hacía a los hombres muy dichosos por breves momentos, e infelices por el resto de sus vidas.
-Éste tampoco es feliz- concluyó el Rey.
Entonces llegó la noticia de que el monarca de vecino reino, si era feliz. Casado con una hermosa mujer, padre de bellos y saludables hijos, amado por sus súdbitos, sus campos no paraban de brindar cada año abundantes cosechas.
El Rey mandó una comitiva oficial con magníficos regalos, pidiéndole al Rey vecino que le enviase una de sus camisas. Cuando los enviados fueron introducidos en el salón del trono, el Rey feliz, se paseba de un lado para el otro musitando:
-¡Ay mísero de mí!. Lo poseo todo: poder, riquezas, una hermosa mujer, hijos fuertes, un pueblo que me ama. Pero un día ¡la miserable muerte me arrebatará todo lo que poseo!. ¿Que voy a hacer entonces?- se quejaba el desgraciado, y se daba vueltas ansioso por la sala.
Así la comitiva oficial volvió con las manos vacías.
Cansado y desesperado, una tarde nuestro Rey decidió dar una cabalgata por los extensos bosques del castillo, sin mas compañía que su fiel caballo. Se adentró por la verde y tupida vegetación, dejando distraído que su corcel escogiera el camino.
Repentinamente, la voz de un sujeto entonando una canción desvió al rey de sus lúgubres pensamientos. El canto se filtraba por entre las ramas de los árboles cargadas de hojas, y entonaba una melodía bella y delicada.
-¡Si un hombre puede cantar de esa manera, es única y exclusivamente porque es feliz!- pensó el Rey. Y se apeó del caballo y siguió el sendero invisible que le iba marcando la música.
Llegó así a un hermoso huerto abierto en un claro del bosque, con árboles frutales y coloridos vegetales por doquier. Un hombre encaramado sobre una escalera podaba unas hojas y cantaba.
-¡Espléndido jardín!- exclamó el Rey.
-¡Gracias su señoría!. La verdad es que es muy bello- contestó el hombre mientras dejaba su trabajo.
-¿Le gustaría venir a mi castillo y ser uno de mis caballeros?- le preguntó con malicia el Rey.
-¡Oh no su Señoria, gracias!. Estoy contento aquí.
-¡Éste es mi hombre!- se dijo el Rey para sí y se acercó al sujeto que ya bajaba por la escalera.
-¡Permítame su camisa!- ordenó el Rey, y le comenzó a sacar al hombre el basto overol que éste vestía.
-¿Qué ocurre su Majestad?- preguntó el jardinero sorprendido.
-Ocurre que sólo tú puedes salvar a mi hijo- le dijo el Rey, quien al desabrochar el último botón del overol se quedó helado.
El hombre feliz no vestía camisa alguna.
Y todo lo que hemos aprendido es lo contrario...hay que tener muchas lukas, la casita, el autito, el último celular, el plama, entre otras millones de cosas....la gente se rompe el lomo buscando este sueño de felicidad que te vienen contando desde no se que tiempo......¡como a mi me falto, a mis hijos le doy todo lo que yo no pude tener!....tremenda caga'.....y seguimos con la cadena interminable de la infelicidad
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